En un acto ritual, la joven fue honrada con la escucha. Aquel día Moiko le obsequió y puso alrededor de su cuello una gargantilla de piedras de obsidiana que se destacaba sobre su camisa de colores claros. Luego le sujetó una flor blanca -enredándola con su pelo rojizo- sobre la oreja derecha. Moiko lo había vivido todo y olvidado casi todo. Necesitaba volverlo a una especie de resurrección y entregarlo a una muerte buena, labor de toda memoria tal vez.
La Muchacha aprendió a sentarse cotidianamente al lado de La Anciana, enlazando una de sus manos con la suya para acompañar a la Mujer Que Contaba. Y decidió permanecer hasta que su historia se fuera haciendo agua y viento, pasado y cicatrices de una mañana lluviosa. La de aquella precoz partida cuando la Niña Moiko abandonó, por la fuerza, su tierra originaria.
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Señala Edda Sartori en la contratapa
Moiko (la Reveladora de secretos), la que se alza sobre su ronca voz, habla. Dice la memoria de la Isla de Pascua. Traslada su relato desde lo personal a lo colectivo. Una voz testimonial develadora de la memoria de un pueblo.
[...] una novela en metamorfosis, en búsqueda, en re-vuelta (Kristeva): rememoración, interrogación y pensamiento en el ritual iluminador de la ensoñación poética.
[...] El retorno desde el narrar. Cierta eternidad en el resurgimiento, en la reencarnación del presente. Decir para sembrar.
Así empezó todo y ahora somos lo que somos, apenas sombras de un pasado salvajemente puro.