Foco, hacer foco. Más. Enfocar con los lentes y con gran lentitud visual. Mirar con tanto esfuerzo hasta que se te achinen los ojos. Es peor en medio de una tormenta porque entonces hace falta concentrarse todavía más. Ahora adelantar un pie, inclinarse como un junco para estirar el cuello. Dejar que el cuerpo se entregue a la búsqueda y le preste seguridad a estos ojos endebles. Hacer un último intento por reconocer el número. El colectivo se acerca: ¿será el que debo tomar? Esta pregunta escasamente filosófica se ha vuelto fundamental en mi vida. Es por el miedo a llegar tarde, con poco aire, de por sí agotada. Sudada, además, a causa de caminar a los apurones. Es que uno sabe que lo aguardan y también que las horas son siempre inapelables.
En esta ciudad de primavera suele diluviar en noviembre. Nada de qué asombrarse. Las calles están abarrotadas de gente con paraguas. Los detesto. Hay que protegerse o te arrancan un ojo ante la mínima distracción. Este barrio es como un gran laberinto. Cuando creés que falta poco para llegar a la avenida, regresás al mismo punto. Inexplicable. Tanto como esa condición absurda de levantar la mano cuando el transporte ya no puede detenerse.
Yo no podía detenerme. Andaba siempre a destiempo. A destiempo en la vida, en los desencuentros y las excusas, o con los regalos de cumpleaños. Hasta en los encuentros era así. Todo rebelde, penoso.
Por alguna razón que se me escapa, hay muchas líneas de colectivo que tienen el mismo color pero distinto número. Me preocupa. Aunque en verdad no es culpa de nadie. Nada de qué quejarse, no exageres. Si tan poca cosa te confunde, será porque este es un país de amargados pasivos que tienen el gobierno que se merecen. Pero, no. Eso no importa ahora. Saliste con demasiada anticipación y esta vez llegarás puntualmente. Tenés tu turno reservado hace mil años y no hay quién pueda quitártelo. Cuando ya estás cerca de Palermo, considerás la posibilidad de bajarte y seguir a nado. Tal vez sea más rápido. Contenés la furia en el preciso momento en que comenzás a reflexionar sobre el presidente de turno, los desagües y otras cosas banales que irrumpen en tu pensamiento sobre todo cuando te afectan muy directamente.
Una viejita cruza la calle con el agua hasta las rodillas. Se tropieza. Se cae de rodillas. Entonces sangran. Cuando el colectivero frena, empezás a insultar y la muchedumbre apretujada te mira con mala cara. Cerrás el puño y llega ese gesto de tu dedo mayor en alto. Luego, se dibuja una sonrisa desafiante en tus labios. No te los pintaste y de inmediato estás arrepentida porque uno de los que te miraron era un señor alto y bronceado, aparentemente listo para abordarte. Nunca hay lugar para semejantes estupideces. […]
De Andar Ligero (Ediciones Godot, 2ª edición, 2011)
Reseña
Primera novela de la autora, Andar ligero fue muy bien recibida por el público y ya va por su segunda edición. Es la historia de la vida de una mujer madura, resumida en dos días durante los que viaja por la ciudad de Buenos Aires en busca del develamiento de un secreto guardado celosamente en un sobre. En la contratapa de su segunda edición, dijo Leo Maslíah: “Emilce Strucchi, refinada poeta capaz de intrépidos retorcimientos lingüísticos (de ésos que se apropian del idioma, lo reacomodan y nos lo devuelven con más potencial comunicativo) demuestra, con esta novela, que también posee la magia de contar, llevando al lector a ser parte de una urdimbre que, tejida a partir de la infancia, no perderá con los años su capacidad de experimentar cada acontecimiento como una revelación.”